viernes, 10 de octubre de 2014

La ecología como valor educativo

LA ECOLOGÍA COMO VALOR EDUCATIVO I

Disfrutar de la naturaleza también tiene aspectos didácticos que me parecen de especial interés. Por un lado, nos facilita educar en el uso más responsable de los recursos y, por otro, reforzar un sentido más natural en nuestro comportamiento. Me centraré hoy en este primero.
La consideración de que los recursos naturales son muy generosos, pero finitos, nos llevará a educar en un uso más responsable de los mismos. No tenemos energía, agua, suelo o atmósfera en cantidades ilimitadas, y no tenemos derecho a agotar recursos que serán preciosos para otras personas, actualmente y en generaciones futuras. Frente a la cultura del uso sostenible de los recursos, aquel que se garantiza en el tiempo, actualmente vivimos en una economía del despilfarro, donde el uso de los bienes resulta cada vez más efímero. Al contacto con personas de recursos muy modestos, que suplen con ingenio las carencias del entorno donde se mueven, contrasta nítidamente el embotamiento espiritual e intelectual que supone tantas veces la abundancia, el uso superficial que hacemos de tantos objetos que compramos, y que pueden calificarse en el mejor de los casos como superfluos, cuando no completamente estrafalarios. Ya advertía de esta tendencia uno de los primeros pensadores ambientalistas, Henry Thoreau, cuando señalaba en 1854: "La mayor parte de los lujos y muchas de las comodidades de la vida, no sólo no son indispensables sino obstáculos positivos para la elevación de la humanidad...cuántas más cosas de ésas tienes, más pobre eres" (H. D. Thoreau, Walden or life in the woods, 1854).
Lo que preocupa no es solo la inversión ambiental que requiere conseguir esos cachivaches, sino nuestra permanente sumisión a los medios publicitarios para que pasemos a considerar como necesario algo que nunca antes habíamos echado en falta. Hace unos años entré en un centro comercial y observé con sorpresa que muchos clientes llevaban un oso de peluche bastante grande, casi un metro de altura, en sus carritos. Poco después encontré un stand con el grueso de esa población osezna. Un gran cartel indicaba que el susodicho oso de peluche (naturalmente, Made in China) podía adquirirse por tan solo 1000 pts (6 Euros al cambio actual, aunque seguramente lo pondrían a 10, por aquello de la teoría del “precio redondo”). No era entonces mal precio para una cosa tan grande, seguro que la mayor parte de los que “mordieron el anzuelo” pensarían que habían aprovechado una gran oferta, pero me pregunto, ¿cuántos de ellos tenían pensado apenas unas horas antes comprar un oso de peluche de 1 m de altura?, es más, ¿a cuántos les hacía alguna falta un oso de esas dimensiones? Seguramente a casi ninguno: había vuelto a ganar la sociedad de consumo.
Ante esta permanente adoración del objeto comprable, es difícil que tengamos la cabeza suficientemente fría para saber decir, simple y llanamente, ¡no!: No me hace falta un oso de peluche, por muy barato que sea, no aporta nada a mi vida, ni a la de mis hijos, a los que tendré que sacar de su habitación para poder meter ese inmenso oso. Seguramente lo acabaré tirando a los pocos días, o tal vez comprándome una nueva casa para que las habitaciones sean más grandes y puedan caber confortablemente, a la vez, mis hijos y el oso: en fin, tendremos a la postre que admitir que es el oso de peluche el que nos ha comprado a nosotros, porque ha hecho nuestra vida más complicada. Los bienes deberían servir para satisfacer nuestras necesidades, no para crearnos otras nuevas, para enriquecernos como personas, con hábitos que nos hagan más nobles, más generosos, que nos ayuden a aprender cosas nuevas, a compartirlas con los demás, o a descansar razonablemente. Todo eso ahora parece muy complicado, simple y llanamente, porque hemos perdido la brújula de lo espiritual, y no me refiero ahora solo a lo religioso, ante el potente imán de lo material.
Esa actitud de despilfarro tiene muchas consecuencias ambientales, que están llevando a plantear conflictos ecológicos sin precedentes, como los derivados del cambio climático o la transformación del uso del suelo. A mi modo de ver la única manera de abordarlos es cambiar nuestros patrones de vida, haciendo más acorde los recursos que usamos con las necesidades que cubren. Simplificando las cosas, si las necesidades básicas de un niño indio están cubiertas, cabría preguntarse por qué uno norteamericano necesita diez veces más energía, quinces veces más recursos minerales o siete veces más alimentos para conseguir el mismo nivel de “felicidad” vital (asumiendo, claro está que ambos tengan el mismo nivel de atención y afecto de sus padres o familia, lo cual, ciertamente, tiene poco que ver con la renta per cápita). En definitiva, ¿es diez veces más feliz un niño norteamericano que uno indio porque gaste más energía en esa misma proporción? Lo dudo sinceramente, hasta me permito sugerir que es muchos casos la relación es negativa, puesto que seguramente en la India recibirá mayor atención de sus padres y tendrá hermanos con los que jugar, que sin duda es un juguete más ingenioso y versátil que cualquier otro que podamos diseñar en Occidente.
Ahora bien, ¿qué razones podemos tener para dejar de consumir lo que nuestras finanzas permiten? Por un lado, una creciente preocupación por la conservación ambiental: cada bien que usamos ha implicado transformar un cierto recurso natural, con una determinada cantidad de energía y de residuos. Usémoslo, en consecuencia, con el debido aprovechamiento. Ya hay algunos síntomas de mejoras en esta conciencia ambiental, desde el reciclaje que facilita la reutilización de algunos desechos, hasta las diversas tácticas para el uso más racional del agua. Otro estímulo se relaciona con el cambio en la escala de valores que guía nuestra sociedad, que nos permita transformar la cultura del tener por la del ser. Esto requiere una creciente valoración de los valores espirituales, como manifestaba Schumacher en “Lo pequeño es hermoso”, uno de los libros pioneros en el enfoque conservacionista: “La naturaleza abomina el vacío, y cuando el “espacio espiritual” disponible no está colmado de alguna motivación más elevada, necesariamente se llenará con algo más bajo, con la pequeña, uniforme y calculadora actitud ante la vida que se racionaliza en los cálculos económicos” (Schumacher, 1973: 123).
Desde el punto de vista educativo, esta visión ambiental ayudará a que los estudiantes valoren más lo que poseen y entiendan mejor la diferencia entre lo necesario y lo superfluo. A mi modo de ver, uno de los grandes problemas de la educación actualmente es que los chicos no sean conscientes de que hay limitaciones: casi cualquier capricho se puede conseguir; basta con insistir lo suficiente. La naturaleza nos enseña que la realidad tiene límites, por muy protectora que sea la educación de nuestros jóvenes, antes o después van a descubrir que la realidad no es Disneylandia. Crecer sin la experiencia de los límites puede engendrar personas incapaces de estímulos interiores, y por tanto, que tendrán peor capacidad de vencer nuevos retos. Sería iluso pretender que alguien forme parte de la orquesta sinfónica de Viena sin haber sobrellevado, durante muchos años,  el esfuerzo que supone aprender a tocar un instrumento. La naturaleza nos enseña que solo el ser humano es protector en exceso, cualquier otro recién nacido puede sobrevivir razonablemente: nosotros hemos extendido esa dependencia hasta después de acabada la carrera universitaria, en el mejor de los casos. En definitiva, educar en la sobriedad en el uso de los recursos no sólo es un beneficio para el medioambiente en el que vivimos, sino sobre todo es una estrategia excelente para que los chicos se den cuenta de sus propias limitaciones, y tengan resortes interiores para superarlas.

Dr. Emilio Chuvieco Salinero. 17-07-2011.
Director de la Cátedra de Ética Ambiental
http://razonyalegria.blogspot.com.es/

LA ECOLOGÍA COMO VALOR EDUCATIVO II

Decía en mi anterior entrada que la ecología ofrece enormes posibilidades educativas, que podemos aprovechar bien este verano. Me refería la pasada semana a los aspectos relacionados con el consumo. En esta ocasión quiero centrarme en otros asociados a lo que podemos llamar "ecología humana". Nuestra capacidad de alterar el medio natural puede ser muy intensa y potencialmente muy dañina, pero también lo es nuestra capacidad de alterar la naturaleza humana, que tiene asimismo consecuencias potencialmente muy peligrosas sobre nuestra propia existencia en la tierra. Por ejemplo, si el ser humano obliga a un animal herbívoro a que se alimente de carne, está alterando su estado natural, con resultados antes o después catastróficos en esa especie, como nos demostró la crisis de las vacas locas.
Nada tiene esto que ver con no intervenir para solucionar problemas que suponen una alternación del orden natural; por ejemplo, podemos operar a una vaca que sea incapaz de rumiar para superar ese problema, simplemente, porque la naturaleza vacuna implica esa labor, que hacen de modo espléndido, por cierto.
Ese respeto al orden profundo de las cosas, debería ser también válido para el ser humano. Podemos utilizar la medicina para curar una enfermedad, porque de algún modo la enfermedad es fruto de una disfunción, los ojos originalmente están hechos para ver, si no ejercen bien esa función, nos operamos o nos ponemos gafas; no es lo mismo cuando utilizamos la medicina para impedir que alguien sea fértil porque naturalmente lo es, o que muera forzadamente, antes de su debido tiempo.
En este sentido, conviene recordar que el termino natural hace referencia a lo que es propio de la esencia de un ser, un rasgo que es fruto del proceso inexorable de la evolución (si uno es puramente evolucionista) o del diseño de Dios, si es creacionista. En cualquier caso, natural no es sinónimo de normal, sino más bien es aquello que corresponde a la naturaleza de algo. Si tenemos un claro convencimiento ambiental, deberíamos –en consecuencia- abogar por un comportamiento natural de todos los seres, desde la naturaleza inanimada, hasta los vegetales, animales y humanos.
Intentaré poner algún ejemplo. Para una persona determinada, una enfermedad como la diabetes puede ser normal, porque siempre ha estado enferma, pero no es propio de la naturaleza humana esa anomalía de la glucosa, por eso es lícito ecológicamente y recomendable curarlo. No es equiparable esto a una operación de cambio de sexo, por ejemplo, porque no se puede considerar anómalo que uno biológicamente sea hombre o mujer, independientemente de lo que le gustaría haber sido. Tampoco parecen aceptables al aborto o la eutanasia, que son completamente contrarias a una ecología profunda; pues nada hay más natural a un niño que el seno de su madre. Resulta realmente sorprendente que algunos grupos ecologistas manifiesten, con toda razón, sus temores ante la creación de cultivos transgénicos, y no se manifiesten en contra de la transformación genética de la naturaleza humana que se avecina a partir de las técnicas de clonación, por muy terapéuticas que quieran presentarse.
No estoy hablando de cuestiones morales, sino ambientales. Partiendo de la base que lo natural es lo más deseable, el estado de evolución más perfecta, la alteración arbitraria que los humanos podemos introducir siempre tendrá consecuencias indeseadas: si se deforesta, el escurrimiento del agua es más rápido, con lo que tiende a acumularse más rápidamente y provocar inundaciones aguas abajo, además arrastra más sedimentos y con la fuerza de la gravedad, las corrientes erosionan mucho más en los valles, lo que acaba provocando deslizamientos de tierras. También si alteramos la naturaleza humana, acabaremos pagando las consecuencias. Debilitar el vínculo familiar, que es tan natural al carácter social del ser humano, lleva consigo impactos negativos en el rendimiento educativo de los jóvenes, situaciones de violencia, de desarraigo, que acaban afectando a muy diversos sectores de la sociedad. Hace pocos días me comentaba un amigo brasileño el problema que supone la gran cantidad de adolescentes desarraigados en su país, con problemas de marginalidad y violencia callejera muy sustanciales.
Si admitimos que los valores naturales deberían también guiar nuestros principios, es clave educar en el respeto y aprendizaje de la naturaleza. Sin caer en el mito del buen salvaje, es evidente que la sociedad occidental ha debilitado considerablemente sus valores naturales, ha trastocado muchos principios que parecen obvios a partir de la pura observación de la naturaleza, y eso supondrá –más bien antes que después, pues de hecho ya lo estamos observando- un deterioro material y espiritual.
Admirar la naturaleza es un primer paso, aprender de ella es un segundo mucho más ambicioso, pero que acabará a la larga devolviéndonos un equilibrio que en buena parte hemos perdido. Hemos creado ciudades inhumanas, que nos exigen un esfuerzo ímprobo para salir de ellas a buscar un poco de tranquilidad en un entorno supuestamente natural. ¿No hubiera sido más sencillo que las ciudades fueran más naturales? ¿Es necesario mantener el ritmo actual de consumo, los flujos de desplazamiento, en un sentido y en otro? Algo de añoranza sentimos de nuestro pasado natural, y pienso que no es necesario retornar a la selva para conseguirlo, pues más bien es el equilibrio natural, en nuestro interior, y con nuestro ambiente, lo que en el fondo estamos anhelando.

Dr. Emilio Chuvieco Salinero. 25-07-2011.
Director de la Cátedra de Ética Ambiental
http://razonyalegria.blogspot.com.es/


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